martes, 1 de septiembre de 2015

rutas ignoradas.

                Todavía tenemos que mirar la ausencia de mujeres que no pudieron hablarle a                      
                                                  nuestra vida”  Adrienne Rich                                                                                                                                                                               

En 1929, el mismo año en que Virginia Woolf publica el libro que se va a convertir en un referente para los estudios sobre la mujer escritora, Una habitación propia, en el que tantas nuevas ideas, hoy comunes y obvias, aparecen escritas por primera vez, la escritora  catalana Elizabeth Mulder  publica un libro de poemas, Sinfonía en rojo, en el que va desechando, una a una, las imágenes que se habían utilizado para dar cuenta de la identidad de la mujer. Porque de eso se ha tratado siempre, de crear imágenes o modelos a los que había que adecuarse, calladamente, sin hablar y, por supuesto, sin escribir. Imágenes que hacían referencia a algo cerrado, estático, inmutable: el huerto, el jardín, el estanque, el hogar. Pero a esas imágenes se contraponen otras, que implican movimiento, transformación, cambio, riesgo: el viaje, el mar, la ruta ignorada.
Durante todo el siglo XIX, época en la que empieza a ser tenida en cuenta la llamada “cuestión femenina”, se construyeron sólidas ficciones para impedir que la mujer traspasase las barreras de esos ámbitos cerrados o domésticos donde sí se le permitía reinar.   A mediados de siglo, una serie de escritoras empiezan a naturalizar el hecho de escribir dentro de los cánones de la mujer correcta y virtuosa que se postuló bajo la expresión del “ángel del hogar”, estas llamadas “escritoras de la domesticidad”, cuya representante más singular es Pilar Sinués[1] intentan hacer del hecho de escribir, sobre todo diarios y dietarios, una más de las labores o tareas propias de la perfecta mujer de su casa. Tampoco se separan de este modelo gran parte de las poetas románticas, que asumen su papel de escritoras como portadoras de los modelos decimonónicos de mujer que se adaptaron, por cierto, muy bien a la sensibilidad romántica: el alma de la mujer, quebradiza y sensible, encontraría un perfecto cauce de expresión en la poesía[2], pero sólo en un tipo de poesía, la que se consideraba “femenina”, propia de la mujer;  por ello las escritoras que no poseían fuerza, talento, valentía o vigor para enfrentarse abiertamente a esos modelos, eran “aceptadas” sin más por el mundo literario burgués, pero no se las tenía en cuenta, no se las respetaba, eran  poetisas o literatas, rechazadas en el fondo por un mundo  que las consideraba locas o histéricas, cuando no, abiertamente, indecentes. [3] Para hacer frente a estos modelos, tan hondamente arraigados, era necesario tener la energía y la excelencia de Pardo Bazán o la voz poética incomparable de Rosalía. De ese modo se podían romper las paredes del hogar, matar al ángel; pero para hacerlo era necesario también matar el monstruo, ese monstruo alimentado de ficciones que impedía crecer de forma independiente y libre a las mujeres de la casa:
Antes de que la mujer escritora pueda viajar a través del espejo hacia la autonomía literaria debe aceptar las imágenes de la superficie del espejo, es decir, esas máscaras míticas que los artistas masculinos han fijado sobre su rostro (…) una mujer escritora ha de examinar, asimilar y trascender las imágenes extremas del ángel y del monstruo que los autores masculinos han generado para ella. Antes de que las mujeres puedan escribir, declaró Virginia Woolf, debemos matar el ideal estético mediante el cual hemos sido “matadas” para convertirnos en arte[4]
Para matar al monstruo, al ideal estético del que habla Woolf, no había espacios que perder, ni tiempo. Por ello, Pardo Bazán, denostada en muchos casos por sus compañeras escritoras, que la consideran demasiado desapegada de su lucha, está decidida a reivindicarse como escritora aún a riesgo de negar su condición femenina, en una carta inédita, rescatada por Carmen Bravo Villasante, escribe: “De los dos órdenes de virtudes que se exigen al género humano, elijo los del varón y en paz” [5], harta del debate, entre lo que significaba “escribir como un hombre” y “escribir como una mujer”. En 1892 lanza el proyecto de crear una Biblioteca de Mujeres y por las mismas fechas escribe una serie de ensayos sobre la mujer española, donde se muestra directamente reivindicativa. Pero ella sabe que es en la escritura donde debe ganar, de verdad, la batalla de la igualdad. Y consigue el respecto, a duras penas, de sus colegas varones, los Clarín, Valera, Benavente,  tan poco dados a admitir ningún tipo de valor a la creación literaria de las mujeres. Pero no conseguirá, sin embargo, uno de sus sueños, ser nombrada miembro de la Real Academia Española. De modo que la escritora que se carteaba de tú a tú con la mayor parte de los intelectuales europeos, autoras de alguna de las novelas más importantes del realismo español, no puede ocupar un sillón de tan docta casa. Pero la mujer que en 1901 escribe con respecto a la lucha feminista: “Es la única gran conquista de la humanidad que se habrá obtenido pacíficamente, sin costar una lágrima ni una gota de sangre, solo con la palabra, el libro y el instinto de justicia”[6] romperá las imágenes del espejo para muchas otras escritoras de su generación[7] y de las generaciones venideras.
Vetado el mundo de la cultura y de la educación, la mujer de principios del siglo XX es todavía como aquella hermana de Shakespeare, rebelde y talentosa que imaginó Virginia Woolf, y a quien el destino le dispensará un final muy distinto al de su famoso hermano[8] . Pero algo, sin embargo, estaba empezando a cambiar. Las conquistas sociales y políticas que habían adquirido los ciudadanos varones a lo largo del siglo XIX y que eran, como señaló pardo Bazán en su escrito de 1898, La mujer española, las que estaban abriendo los grandes abismos de desigualdad entre hombres y mujeres, las conquistas del liberalismo burgués, hacen que el antiguo debate sobre la cuestión femenina se platee en términos de liberación de la mujer, concretamente, sobre su derecho a la educación y su participación en la vida política y laboral.
Las mujeres que empiezan a escribir en torno al 98, tiene que luchar en un doble frente, el de ser reconocidas como escritoras, pero antes aún, como mujeres capaces de vivir una vida de adultas, de sujetos libres que pueden estudiar, trabajar, viajar, opinar, frecuentar tabernas, tertulias y cafés en igualdad de condiciones que sus compañeros varones. Estas escritoras, que contra viento y marea defendieron su derecho a vivir de otra manera,  fueron las “las genuinas representantes del acceso de la mujer a la sociedad” [9], eran las representantes de la nueva mujer, urbana y burguesa, que iba a abrir, definitivamente, el camino a lo que entonces se llamó “ la mujer moderna”[10].
Entre 1898 y 1936, es decir, en la época dorada de la literatura española que se ha dado en llamar Edad de Plata, el papel esencial de estas mujeres ha quedado, sin embargo, al margen de los cánones literarios y de las historias de la literatura. Sólo en los últimos años está haciéndose un esfuerzo por rescatar esos nombres de mujer de la intrahistoria donde han estado olvidadas[11]
En los albores del siglo XX, una mujer llega a Madrid procedente de Almería, separada de su marido y con una niña pequeña en brazos; llega dispuesta a estudiar y a ganarse la vida como escritora. Es Carmen de Burgos[12] (1867-1932), que con el tiempo se convertirá en la famosa Colombine, acreditada periodista y talentosa escritora,  prototipo de mujer moderna. En 1902 obtiene una plaza de maestra en la Escuela Norma de Guadalajara y, al mismo tiempo que trabaja como profesora, una de las pocas profesiones que se consideraban adecuadas para la mujer, empieza a colaborar en los periódicos más influyentes de Madrid, con consejos sobre salud, belleza e higiene para  una mujer que, todavía, tiene que mantener a raya cierta idea tradicional de la feminidad. Pero es  también una acalorada defensora del divorcio, tema en el que ni siguiera Pardo Bazán se atrevía a opinar. Su literatura está dirigida a un público popular, de hecho su primera novela, El tesoro del castillo, es un tipo de novela corta muy común entre las mujeres escritoras de la época[13] . También sus siguientes novelas Los inadaptados, centrada en el mundo rural de su Andalucía natal y  El veneno del arte, donde trata temas como la independencia de la mujer o la homosexualidad siguen dirigiéndose a un público muy amplio y mayoritariamente femenino [14].En los últimos años de su vida intensifica su trabajo a favor de la defensa de los derechos de la mujer[15], como muestra  su libro La mujer moderna y sus derechos de 1927.  Muere en pleno discurso sobre la educación sexual en el Círculo Radical Socialista de Madrid. Demasiadas veces el nombre de un hombre ha marcado la vida de una mujer singular, pero nunca como en el caso del nombre Gregorio Martínez Sierra, marca o emblema bajo el que se escondió el talento de otras de las escritoras más importantes de esta primera generación del siglo: María Lejárraga (1874-1974), víctima de uno de los grandes tabúes de la época, el hecho de que una mujer, sencillamente, escribiese libros. En su libro de memorias Gregorio y yo, respecto al hecho de firmar sus libros con el nombre de su socio-marido, escribe: “No quería empañar la limpieza de mi nombre con la dudosa fama que en aquella época caía como un sambenito casi deshonroso sobre toda mujer literata “[16]. Esta renuncia al nombre no impidió, sin embargo, que dedicase toda su vida a escribir, especialmente teatro. Su obra Canción de cuna, de 1911, fue uno de los grandes éxitos del teatro popular de la época. Pero bajo la marca Martínez Sierra se escribieron también texto de tono reivindicativo a favor de la liberación de la mujer. María Lejárraga siguió utilizando el nombre de su marido incluso después de que la abandonara por una actriz [17]. También Concha Espina,(1869-1955) autora de una de las obras más leídas de la época, La esfinge maragata, y una de las escritoras más populares de la posguerra, tuvo que rehacer su vida, igual que las hojas de sus cuartillas escritas rotas por su marido: “Rotas en cuatro trozos, rotas con violencia, estaban en el suelo (…) y las fui armando de nuevo, como quien arma un rompecabezas. No dijo una palabra, nada preguntó ni su voz se alzó airada. Sólo sentía una gran lástima. Y una decisión, una voluntad inmensa”  [18].
 Otra escritora de la misma generación, la gallega Sofía Casanova (1862-1958) utilizó, sin embargo, la oportunidad que le dio casarse con un noble polaco para dejar su tierra, ver mundo, aprender idiomas y convertirse en una de la primeras reporteras españolas en el extranjero, al firmas sus crónicas para el diario ABC desde Polonia y Rusia, donde fue testigo de la Revolución de Octubre[19]. Casanova es, junto a la poeta, narradora, crítica y estudiosa de la literatura clásica española Blanca de los Ríos (1859-1956), una de las mejores amigas de Pardo Bazán. De esta generación forma parte también de María Goyri (1873-1955), una de las pocas intelectuales de la época que tuvo formación universitaria, mujer de Menéndez Pidal , recopiladora y estudiosa, como él, de gran parte de nuestra literatura popular. En la órbita del 98, tenemos que citar también a Carmen Baroja (1883-1950), miembro de una de las familias más vinculadas al 98, cuya biografía Recuerdos de una mujer de la generación del 98 ha sido editada hace apenas unos años[20]. Las  memorias de Carmen Baroja sacan a la luz las tremendas dificultades de una mujer, formada en un ambiente ilustrado y liberal, para salirse del papel que se le había asignado. Formará parte muy activa en la creación de una de las asociaciones más importantes que se crearon en Madrid para impulsar la cultura de la mujer, el Lyceum Club Femenino, fundado en 1926 por María de Maeztu.
La figura de María de Maeztu (1882-1947) es absolutamente clave para entender el papel de la mujer en esta generación que se abre hacia el 27, esos años en los que España, y especialmente Madrid, vivió uno de los periodos más creativos e intensos de su historia. Su labor en defensa de la educación de la mujer, heredera de las ideas de la Institución Libre de Enseñanza, la llevaron a aceptar la creación, en 1915, de la Residencia de Señoritas, una especie de versión femenina de la famosa Residencia de Estudiantes, tan fundamental en la historia literaria y artística de los años 20. En la Residencia de señoritas vivieron, por ejemplo, Victoria Kent, cuando se trasladó a Madrid para estudiar derecho, o la periodista Josefina Carabias. Siguiendo el modelo de las asociaciones de mujeres que ya proliferaban en Europa, en 1926 se creó en Madrid, en la Casa de las Siete Chimeneas, actual sede del Ministerio de Cultura, el Lyceum Club Femenino, bajo la presidencia de María de Maeztu y las  vicepresidencias de Victoria Kent e Isabel Oyarzábal, el cargo de secretaria lo ostentó primero Zenobia Camprubí, y después Ernestina de Champourcin. Enseguida se convirtió en un referente de la vida cultural madrileña. La prehistoria de la relación entre la Institución libre de enseñanza y la educación de la mujer la había escrito Concepción Arenal al colaborar directamente con Fernández de los Ríos [21]. Maeztu pertenece a una familia singular que puso en práctica los ideales educativos regeneracionistas, concretamente su madre, Juana Whitney, influyó enormemente en su vocación pedagógica. Su formación la completó el magisterio de Ortega y Gasset en la Facultad de Filosofía de Madrid, donde se licenció en 1915, y  la relación de fraternidad y admiración que estableció con Unamuno, a quien conoció a través de su hermano Ramiro, gran amigo del escritor bilbaíno[22].
El Lyceum Club fue atacado, sin embargo, desde  muchos frentes: para Margarita Nelken[23] era demasiado conservador; para gran parte de la intelectualidad masculina de la época, estaba demasiado respaldado por los maridos de las señoras, “el club de las maridas” llegaron a llamarlo despectivamente; y para los sectores más involucionistas del movimiento femenino, era demasiado avanzado. Sin embargo, y a pesar de todo eso, aglutinará a la mayor parte de las escritoras de la nueva generación, que van a encontrar en el nuevo asociacionismo femenino una forma distinta de estar presentes en la vida cultural y literaria de la época. En Barcelona, el Lyceum Club se crea en 1931, en el número 39 de Via Laietana,  y en él participaron algunas de las mujeres que durante los años veinte y treinta renovaron el panorama de la literatura catalana: Carme Montoriol, Teresa Vernet, Anna Muriá, Aurora Bertrana o Carmen Karr [24].
 Esta generación será la que comparta ilusiones, proyectos, libros, tertulias y revistas con los miembros más destacados de la generación del 27, la que recibirá los ecos de la vanguardia, la que descubrirá una nueva forma de vestir, de pasear por la ciudad, es, definitivamente la primera generación de mujeres modernas, término con el que se las conocía por entonces, que se cortaban el pelo, fumaban, frecuentaban las tabernas y los cines, hacían deporte y viajaban solas fuera de España. Es la generación que alcanzará su esplendor en los primeros años treinta, la que conocerá, después de la guerra, la amargura del exilio y con la que se cerrará, el primer gran capítulo de la particular lucha por la igualdad.
Es la generación a la que pertenecen María Zambrano, Concha Méndez,  Maruja Mallo,  Ernestina de Champourcin, Josefina de la Torre, Carmen Conde,  Rosa Chacel,  Elizabeth Mulder,  Lucía Sánchez Saornil, María Teresa León, Marina Romero,  Margarita Ferreras[25]; pero es también la de las primeras políticas y parlamentarias españolas, la de Margarita Nelken[26], Victoria Kent y Clara Campoamor. Ellas conocerán el acceso de la mujer al mundo universitario y la conquista del derecho al voto, y en muchos casos reivindicarán los derechos de las mujeres obreras y campesinas, pobres y analfabetas, conscientes de que su mundo, burgués y urbano, les permitía andar un camino difícil, sí, pero lleno de privilegios.
Cuando en 1932 Gerardo Diego publica su famosa antología Poesía española contemporánea (1901-1932) que consagrará a los poetas del 27, no incluye a ninguna mujer; dos años después, en la segunda edición, y tal vez, se dice, por la mediación de Juan Ramón Jiménez, introduce a Ernestina de Champourcin y a Josefina de la Torre. Gracias a su inclusión en esta antología de referencia, del grupo de escritoras que cultivaban la poesía, han sido los únicos nombres algo visibles para la literatura posterior. Concha Méndez, editora, junto a Manuel Altolaguirre, de gran parte de los libros y las revistas más importantes del grupo, no encuentra su sitio en aquel parnaso[27].  En los últimos veinte años ha habido una importante labor de recuperación de nombres, de rastreo de obras y poemas, muchas veces sin editar[28]; del mismo modo que se están realizando estudios académicos sobre sus obras.[29]
 Josefina de la Torre (1907-  2002), participó muy activamente de la vida cultural de los años 20, publicó su primer libro de poemas con prólogo de Pedro Salinas en 1927, y  segundo poemario Poemas de la Isla en 1930 . En su poesía se percibe una honda influencia de los tonos populares de Lorca y un pequeño eco de las innovaciones, sobre todo léxicas, introducidas por la vanguardia. Su siguiente libro no lo publicaría hasta 1947, durante esos años se dedica sobre todo al teatro y al doblaje de películas, ella es la voz, por ejemplo, de Marlene Dietrich. Al final de su vida escribió dos novelas: Memoria de una estrella y En el umbral . Su nombre, que empezó a aparecer con fuerza en los primeros años de su actividad literaria, se fue poco a poco desvaneciendo, algo parecido le ocurrió al otro gran nombre de las poetas del 27, Ernestina de Champourcin (1905-1999). Perteneciente a una familia culta y cosmopolita, desde pequeña siente inclinación a la poesía, es asidua a las tertulias y círculos literarios, sustituyó a Zenobia Camprubí, como hemos visto, en la secretaría del Lyceum Club.  En 1926 publica su primer libro En silencio, bien acogido por la crítica; al que siguen otros dos libros marcados por la influencia de la poesía pura y del formalismo poético juanrramoniano: Ahora y La voz en el viento. Antes de partir al exilio publica uno de sus libros fundamentales, Canto inútil en 1936. Unos años más tarde, ya en su exilio mexicano, ve la luz  Presencia a oscuras, de 1952, un libro lleno de tonos religiosos, íntimos o secretos, donde se aprecia un neorromanticismo que la aleja de las primeras transformaciones de la vanguardia. En sus años de exilio frecuenta a su añorado maestro Juan Ramón, sus recuerdos los plasmará en un libro: La ardilla y la rosa, Juan ramón en mi memoria. En 1972 regresa a España, donde permanecerá, oculta e invisible, como tantas otras escritoras de su generación hasta el día de su muerte. Otra de las poetas que más activamente vivió los 20 fue Concha Méndez [30] (1898-1986)  prototipo de mujer moderna, campeona de natación, rebelde ante las limitaciones que le imponía una familia rica de nuevo cuño que le impidió ir a la universidad o tener cualquier contacto con los libros desde casi su primera infancia. Novia en su juventud de Luis Buñuel, amiga inseparable de Maruja Mallo, la más radical y libre de las mujeres de su generación, con quien recorría las tabernas y las calles de Madrid practicando lo que entonces era una moda subversiva, el sinsombrerismo; mujer, casi madre, como recuerda Carlos Morla Linch[31] de Manuel Altolaguirre, amiga hasta la muerte de Luis Cernuda, a quien dio cobijo en su casa de Tres Cruces cuando el poeta sevillano, cansado de sus andanzas, de tantos años, por el mundo anglosajón, tuvo necesidad de volver al idioma español y a la cercanía de sus amigos, a México. Desengañada del papel secundario que se le ha otorgado en la historia de su generación, apenada, como señala su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre, por “la indiferencia que el exterior, es decir, sus contemporáneos y el público en general, tuvieron por su obra poética y por su persona. El hecho de que no la tomaran en serio, salvo como portavoz de la vida de los otros, logró que finalmente ella guardara su visión del mundo como algo privadísimo, que no interesaba a nadie”[32], entristecida y encerrada en los muros de su casa y protegida por su familia, ella, que amó tanto viajar, ver mundo, arriesgarse y partir.  La obra poética de Méndez, desde Inquietudes, Surtidos o Canciones de mar y tierra, publicadas en los años 20, beben de la mejor poesía de sus compañeros de generación, especialmente de Alberti, y los tonos neopopulares de su Marinero en tierra. Va alcanzando mayor hondura en sus libros posteriores, especialmente en Niño y sombra, de 1936, marcada por la muerte de su hijo al nacer.
La idea de “guardar su visión del mundo como algo privado, privadísimo”, fue común a muchas de estas autoras, que con el correr de los años, tanto en el exilio como en la penosa situación española de la posguerra, ocultaron su vida anterior, la guardaron dentro, y también su escritura, como es el caso de una de las más interesantes poetas, Lucia Sanchez Saornil (1895-1970) que no publicó ningún libro durante su larga vida y permaneció en España durante el franquismo dedicándose a las más variopintas actividades, como pintar abanicos,[33] o Margarita Ferreras, autora de uno de los libros más interesantes de su generación, Pez en la tierra, cuya rastro prácticamente se ha perdido; o María Luisa Muñoz de Buendía, María Teresa Roca de Togores, que publica su primer libro a los quince años, pero tendrían que pasar catorce hasta la publicación de su segundo poemario El puente de humo, y veintiocho más hasta su último poemario Antología impersonal; María Cegarra, primera mujer perito en  química que publicó un libro Cristales míos en los años treinta, Pilar de Valderrama, Gloria de la Prada, Cristina de Arteaga, Josefina Bolinaga, María Luisa Muñoz de Buendía, Marina Romero, Josefina Romo, Dolores Catarineu, Esther López Valencia[34]

Frente al silencio y el callado olvido de muchas de estas mujeres, en 1978 una escritora de esta generación consigue el que había sido el gran sueño de Pardo Bazán, ser académica de la lengua. En enero de 1979 Carmen Conde lee el discurso de ingreso en la Academia y se convierte así en la primera mujer que ocupa un sillón, el sillón K .Será prácticamente el único gran reconocimiento público y oficial a esta generación, si exceptuamos la concesión del Premio Cervantes a María Zambrano. Carmen Conde (1907-1996) se da a conocer en el año 1928 con un libro, Brocal, de marcada influencia juanrramoniana, pero será después de la guerra cuando alcance su plenitud como escritora, Mujer sin eden, del año 47, está considerado uno de los referentes de la poesía de la década. En sus años de madurez escribe también novela y teatro.
Existen otros nombres que, aunque no han sido olvidados, son sin embargo algo así como inactivos o improductivos en la historia literaria contemporánea. Uno de esos nombres es, sin duda, el de Rosa Chacel (1898-1994) quizá la escritora más importante de esta generación. Desde muy joven se sintió atraída por el dibujo, en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando coincidió con la pintora Maruja Mallo y conoció a quien sería su marido, Timoteo Pérez Rubio. Cuando empezó a decantarse por la literatura, al comenzar los años 20, parte con su marido hacia Roma, allí pasará los años en los que se fraguan los hitos de su generación, y comienza una fase de lecturas que será decisiva para su formación como escritora, lee a Joyce, a Proust, a Freud. Al volver a España, en 1927, trae un libro Estación. Ida y vuelta, que concibió como ”mi pasaporte de regreso al intentar recuperar aquí mi puesto”[35], pero su puesto, si es que alguna vez lo tuvo, tardaría en ser recuperado. Se sentía excluida del mundillo literario, era distinta a las mujeres que reinaban en él, no tenía la audacia de Maruja Mallo ni los contactos de Concha Méndez. Consiguió, sin embargo, colaborar en la Revista de Occidente de Ortega, donde publicó, en 1931, un artículo fundamental Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor en el que se enfrentaba abiertamente a ciertas teorías  imperantes, procedentes de obras tan destacadas como la del sociólogo alemán Simmel, o la de  Gregorio Marañón, sobre la inferioridad cultural de la mujer, cimentadas en la idea de que la cultura es, esencialmente, masculina. Estas ideas, recogidas por Ortega en su artículo ¿Masculino o femenino? del año 1927, vuelven a situar a la mujer en una esencialidad que la imposibilita para cualquier tipo de creación. La idea orteguiana de que “el hombre hace, pero la mujer es” , junto con la justificación biológica de la diferencia entre los sexos por parte de alguien tan prestigioso en el época como Gregorio Marañón, defensor de la diferencia esencial entre el varón, un ser eminentemente público, y la mujer, un temperamento privado, ponen de manifiesto la encubierta misoginia que presidía el pensamiento de gran parte de la intelectualidad española y europea[36] .Frente a estas postura, Chacel proponía, de forma prudente, eso sí, la negación de ese diferencia esencial, sustancial entre hombres y mujeres. Defiende la idea de que escribir y pensar son actividades humanas que no admiten diferencia de género, y, tal y como señala Kirkpatrick, “bosquejará también la idea de que la misión de la vanguardia contemporánea consiste en eliminar los efectos ofuscadores y distorsionadores de las estructuras de género tradicionales”[37]. La carrera literaria de Chacel, cuya vida estuvo marcada, a partir de 1938, por el exilio, la soledad y el abandono, se fue construyendo poco a poco, hasta dar con alguna obra maestra como sus novelas Memorias de Leticia Valle y Barrio de Maravillas[38]. Muy cercana a las ideas defendidas por Chacel en sus artículos para la Revista de Occidente, está su amiga María Zambrano (1904-1991) escritora magnífica y pensadora original, sin parangón en el panorama español, o acaso, europeo. Surgida del Madrid de la vanguardia, atraviesa mundos, muchos mundos, hasta dar con su voz. Una  voz que zanja el debate sobre la autoría femenina señalando que “el autor es neutro, neutro por más allá y no por más acá de la diferenciación existente entre hombre y mujer”[39]. Zambrano sabe, como ella misma dijo de las mujeres en las  novelas de Galdós, que el hombre y la mujer son ontológicamente iguales. Para alguien que escribe y piensa como ella, el debate resulta verdaderamente fuera de lugar. Otra mujer exiliada, Mercé Rodoreda (1908-1983), lleva al más alto nivel la narrativa escrita en catalán. Antes de partir al exilio escribe, en 1938, una de sus obras fundamentales, Aloma, donde crea al  personaje femenino que será, junto a la Natalia- Colometa de La plaza del diamante, el más importante de su obra [40]. La figuras de estas, y de otras muchas, mujeres del exilio que vivieron literalmente en carne propia la quiebra irreparable que supuso la guerra civil, se aventuraron por un mundo desconocido con la escritura como único, pero formidable, suelo que pisar.

Años 40. No será necesario decir que las rutas iniciadas, tan lenta y penosamente, a lo largo de más de medio siglo, terminaron de nuevo en el hogar. Regresó su ángel y su monstruo. El Lyceum Club Femenino se transforma en el Club Medina, la mujer es de nuevo confinada a “sus labores”, pierde todo tipo de derechos civiles; su misión, como quería en los años 20 Marañón, es tener hijos y cuidarlos y no salir de ese ámbito doméstico que naturalmente le corresponde por los siglos de los siglos. Pilar Primo de Rivera, al frente de la Sección Femenina, alaba las excelencias de la aguja como ideal para la mujer. “Dame una agua y moveré el mundo” era un dicho de la época. No hay libro como Usos amorosos de la posguerra [41]  de esa “chica rara” de Salamanca que fue Carmen Marín Gaite, para entender lo que significaron aquellos años en la vida cotidiana, que es la única que de verdad se tiene, de las niñas que crecieron en aquella época.
Pero a pesar de todo, y como continuando una tarea sin acabar, en la posguerra se vive un auténtico esplendor de la literatura escrita por mujeres, sobre todo a partir de 1944 [42] Algunas autoras de generaciones anteriores, como Carmen Conde o Concha Espina, representantes de una narrativa, podríamos decir, realista de corte tradicional, tienen gran éxito;  triunfa también un tipo de literatura rosa de la mano de escritoras como Carmen de Icaza, Maria Luz Morales, Laura de Naves o la propia Elizabeth Mulder [43];  o la novela lírica de Eulalia Galvarriato. Pero sin duda, la novela más importante de los primeros años 40 es Nada, de Carmen Laforet, ganadora del primer premio Nadal el año 1944, convertida, junto a La familia de Pascual Duarte de Cela en un referente de la renovación narrativa de la primera posguerra. Nada cambia radicalmente el marco de las novelas que se estaban escribiendo por entonces, y hace de  Andrea, la protagonista,  testigo desesperanzado de la sordidez de aquel tiempo y de aquel espacio, el modelo de mujer que servirá de referente a las primeras novelas de autoras como  Martín Gaite o Ana María Matute.
 En los años 50 destacan una primera generación de autoras, nacidas entre 1910 y 1920, que se adentran en un tipo de narrativa testimonial, pertenecen a este grupo Concha Castroviejo, Mercedes Formica, Elena Soriano, Carmen Kurtz y Dolores Medio. Muchas de estas mujeres son buenas representantes de lo se ha llamado “feminismo ilustrado”, son mujeres cultas, de clase acomodada, de talante liberal y defensoras, en mayor o menor medida, de los derechos de la mujer[44]. Mercedes Formica (1918-2002) abogada con bufete propio desde finales de los 40, perteneciente a Falange, es un curioso caso de defensora de los derechos de la mujer: desde sus artículos del diario ABC, planteó la necesidad de reformar el Código Civil, que se modificaría, ciertamente, en 1958[45]. Desde el punto de vista literario, fue autora de un  par de novelas,  Monte de Sancha, o  La ciudad perdida, que obtuvieron cierto éxito pero “no aportó nada nuevo a la novela contemporánea[46] .Elena Quiroga (1921-1995) es también una autora de novelas de corte folletinesco, que tampoco aportará gran cosa a la novela contemporánea[47]. Más interesante es el caso de Dolores Medio (1911-1996) ganadora del Nadal en 1952 con su  novela más conocida, Nosotros, Los Rivero, la historia de una saga familiar narrada desde el punto de vista de un adolescente, es una novela de corte tradicional con aproximaciones al realismo social. Elena Soriano (19917-1996) fundadora de la mítica revista literaria El Urogallo, se dio a conocer con la novela de ambiente rural Caza menor, en 1951. En 1955 publica el primer libro de su trilogía Mujer y hombre, La playa de los locos, donde intenta sumergirse en el mundo de la pareja desde una nueva perspectiva, tan nueva que la censura que la prohibió[48]. Trató el tema de la maternidad, fundamental siempre para abordar el papel de la mujer en el mundo, en uno de sus últimos libros, Testimonio materno, donde convierte en material literario el suicidio de su hijo. Carmen Kurtz, (1911-1999) ganadora del premio Planeta en 1956 por la novela El desconocido, de tintes folletinescos, donde, como en la mayor parte de sus novelas,  “la reflexión del papel de la mujer en la sociedad no traspasará el límite moral de los valores tradicionales”[49]. Susana March (1918-1991) famosa también como poeta, llena sus novelas de personajes femeninos que intentan abrirse camino en el conflictivo mundo intelectual masculino. Mucho  más éxito tuvo otra novelista que empieza a publicar por las mismas fechas, Mercedes Salisachs (1926) una escritora que defiende, sobre todo en sus primeras novelas, los valores del régimen, como en su primera novela, con elocuente título, Los que se quedan, del año 1942. Conseguirá la consagración definitiva cuando en 1973 gane el premio Planeta con La gangrena. A estos nombres, podemos añadir también los de Concha Castroviejo, Liberata Masoliver, Eva Martínez Carmona, Mercedes Rubio…

La segunda generación, nacidas después de 1920, la conforman un grupo de escritoras en el que destacan tres nombres: Carmen Martin Gaite, Ana María Matute y Josefina Aldecoa.  La entrada a la literatura de estas escritoras será por la puerta grande, ganando algunos de los premio de novela más importantes de la época y que tanto hicieron, por cierto, para la promoción de la literatura de la posguerra: Martín Gaite gana el Nadal en 1957 con Entre visillos; Ana María Matute (1926), lo recibe 1961 por Primera memoria; en el 54 había ganado el Planeta por Pequeño teatro. Matute ha ido dibujando, novela a novela, el mundo de la infancia, el de la guerra, su primera novela  Los hijos muertos, es uno de los grandes relatos sobre la guerra civil. A partir de los años 90 la novelística de Matute da un giro hacia marcos medievales, y se convierte en una escritora de enorme éxito, en 2010 se convierte en la tercera mujer que recibe el Premio Cervantes, y ocupa el sillón K de la Real Academia, el mismo que ocupara en su día Carmen Conde. Martín Gaite (1925-2000) es, al igual que sus primeros personajes femeninos, una “chica rara” que encuentra en la literatura la única escapatoria para salir del ambiente opresor en el que vive, el hecho de escribir es para ella, una forma definitiva de estar en la calle, en el mundo, de dejar la casa provinciana con sus visillos y su cuarto de atrás. La trayectoria literaria de Martín Gaite ha alcanzado cotas importantes de éxito y de ventas  con obras como Nubosidad variable, Irse de casa, Lo raro es vivir, o Caperucita en Manhatan. Al igual que la recientemente desaparecida Josefina Aldecoa (1926-2011), autora muy reconocida sobre todo en las últimas décadas de su vida, desde la publicación de Los niños de la guerra (1983) Historia de una maestra (1990) o Mujeres de negro 1994, todo un homenaje a las maestras de la república, ella que tanto trabajo había dedicado a la enseñanza[50]. De esta misma generación, podemos citar nombre menos conocidos como Concha Alós, Maria Luisa Forrellad.

En los años cuarenta, después de la publicación de Hijos de la ira de Dámaso Alonso y Sombra del paraíso de Aleixandre, la poesía española empieza a recuperarse, y las mujeres poetas escriben una poesía cada vez más honda y valiente, “es precisamente en la década de los cuarenta cuando se observa la aparición de mujeres que escriben poesía con una exigencia de calidad, intentando romper los condicionamientos literarios negativos a que siempre se habían visto sometidas” [51] . Se editan tres libros fundamentales: Mujer sin edén de Carmen Conde en 1947, Mujer de barro de Ángela Figuera en 1948 y Pájaro de nuevo mundo de Concha Zardoya en 1948. Junto a esta poesía se escribe mucha poesía religiosa e intimista, en la línea de los poetas arraigados: Clemencia Laborda, Alfonsa de la Torre, Margarita de Pedroso, María de Madariaga, Juliana Izquierdo, Mercedes Chamorro, Juana Martín, Concha Suárez…
Carmen Conde ya se había dado a conocer antes de la guerra, pero el caso de Ángela Figuera,[52] es singular. Nació en 1902, pertenece por tanto a la misma generación de Conde y del grupo de poetas que empezaron a publicar “en torno al 27”, pero ella no lo hizo hasta 1948 cuando publicó precisamente, Mujer de barro, el libro que la dio a conocer. En los años en los que triunfa en España la poesía social, escribe su libro más importante, Belleza cruel, y su nombre debería estar, junto al  Blas de Otero y Gabriel Celaya, en todos los manuales de literatura[53]. En esta misma línea hay que citar a una poeta mucho más joven, Gloria Fuertes[54], una de las poetas más populares que ha habido nunca en España. Talentosa y llena de energía, rompió muy bien los moldes, tanto por el contenido de sus poemas como por tu talante vital, de lo que significaba ser poeta y mujer en aquellos años. A finales de los 50 y principios de los 60 se dan a conocer una serie de poetas, nacidas en entre 1920 y 1935,  que ya no escriben como seres extraños o distintos, como sujetos ocultos o negados, sino que confirmar su identidad, hablan desde ella, y desde ella construyen su voz. Se trata de una generación de grandes poetas: Maria Beneyto, Julia Uceda, María Elvira Lacaci, Pino Betancor, Cristina Lacasa, Dionisia García, Concha Lagos, Josefina Roma, Angelina Gatell, Pilar Paz Pasamar, María Victoria Atencia, Pino Ojeda, Francisca Aguirre, María Teresa Cervantes, Carmen González Mas, Ana María Fagundo… cuyo rastro seguirá otra generación más joven: Ana María Moix, Clara Janés, Pureza Canelo, Juana Castro… [55]
 Y están también las voces más jóvenes del exilio: Nuria Pames o Teresa Gracia.
Desde finales de los años 70, tras la llegada de la democracia, las voces femeninas están cada vez más presentes. A partir de los años 80, algo así como una moda inunda el mercado de libros de poemas firmados por mujeres[56].  Las novelistas alcanzan también su lugar, desde todos los puntos de España, escribiendo en todas las lenguas españolas. Adelaida García Morales, Esther Tusquets, Monserrat Roig, Carme Riera, Soledad Puértolas, Rosa Montero, ……….… [57]. También empieza a haber importantes autoras de teatro, Ana Diosdado, Paloma Pedrero, uno de los géneros menos cultivados por las escritoras.
 Los suplementos culturales, las librerías, las revistas literarias,  se van llenando de nombres de mujer. Nombres que ya no es necesario rescatar del olvido, nombres que, afortunadamente,  todos los lectores conocen, conocemos. De modo que “la escritura que llaman femenina”, por citar la expresión de Hélène Cixous, se ha ganado el lugar por el que tanto lucharon, siglos atrás, las mujeres que se aventuraron en ese acto impredecible, indefinible, inacabable e incalificable, que es el acto de escribir. Al fondo,  el eco de los versos que escribió Ángela Figuera dedicados a sus compañeras escritoras: “No os quedéis en el margen. Que las aguas os lleven/ sobre finas arenas o afilados guijarros / Que os penetren las sales. Que las zarzas os hieran./ Y, acerando la quilla, remontad la corriente /hacia el puro misterio donde el río se inicia”.
























                                                                  



[1] Autora de un libro titulado precisamente El ángel del hogar  (1859) “donde postula la idea de que la mujer debe salir de la cultura oral y que se constituya dentro de la cultura escrita”, Alda Blanco, Escritora, feminidad y escritura en la España de medio siglo, en Breve historia feminista de la literatura española, tomo V, Barcelona, Anthropos, 1998, p 33. Alda Blanco sugiere que  las escritoras de la domesticidad, proponen un modelo de figura doméstica letrada, cuya función fundamental es servir de trasmisión en la educación de las hijas, op, cit. P. 27
[2] En La tradición femenina de poesía romántica, Susan Kirkpatrick afirma que existía una idea de la mujer escritora muy productiva en el siglo XIX, la idea “de que escribir poesía era natural en la mujer, de que había una especie de compatibilidad entre la subjetividad femenina y la poesía lírica” en Breve historia feminista… cit, p. 40. En este mismo sentido, al analizar la figura de Emily Dickinson, señala Adrianne Rich que se creó sobre ella toda una leyenda romántica de mujer extraña, solitaria y pusilánime, para encubrir una poesía radical y subversiva, que no se adecuaba a esa ideología de lo femenino que imperó durante todo el siglo XIX para dar cuenta del papel de la mujer escritora, Adrianne Rich, El Vesubio en casa. El poder de Emily Dickinson, en Sobre mentiras, secretos y silencios, Madrid, Horas y Horas, 2011, pp. 227-272. 
[3]  Sandra Gilbert y Susan Gubar, han estudiado la figura de la mujer escritora como la enajenada que no participa del mundo, como la” loca del desván” en su libro clásico La loca del desván. La escritora y la imaginación literaria del siglo XIX, Cátedra, 1998.

[4] Sandra Gilbert y Susan Gubar, op.cit., p.63

[5] Citado por Maryellen Bieder, Emilia Pardo Bazán y la emergencia del discurso feminista, en Breve historia feminista de la literatura española, vol. V, cit., p. 81

6 Emilia Pardo Bazán, La mujer española y otros escritos, Madrid, Cátedra, 1999, p. 259.
7. En contra de lo que se piensa, el número de mujeres escritoras en el siglo XIX era considerable, véase el imprescindible catálogo de escritoras españolas de María del Carmen Simón Palmer, Escritoras españolas del siglo XIX: Manual  bio-bibliográfico, Madrid, Castalia, 1991.
8 Virginia Woolf, Una habitación propia, (1929) Barcelona, Seix Barral, 2003 (1ª ed. 1967)
[9] Ángela Ena Bordonada, Novelas breves de escritoras españolas, 1930-1936, Madrid, Castalia, 1989, p.20.
[10] Para un amplio panorama de la revolución que supuso esta nueva mujer en la España de la época, véase Shirley Mangini, Las modernas de Madrid. Las grandes intelectuales españolas de la vanguardia, Barcelona, Península, 2001.
[11] La recuperación de mujeres escritoras corre paralela al apogeo de la crítica literaria feminista, desarrollada sobre todo a partir de la década de los 70. Entre los libros clásicos de teoría literaria feminista destacamos: Toril Moi, Teoría literaria feminista, Madrid, Cátedra. 1998.; Myriam Díaz-Diocaretz  e Iris M. Zavala (Coords.) Teoría feminista: discursos y diferencia, Tomo I de la Breve historia feminista de la literatura española, cit.; Hélène Cixous y Luce Irigaray, La risa de la Medusa, Barcelona, Barcelona, Anthropos, 1995.
[12] Sobre Carmen de Burgos, véase el capítulo que le dedica Susan Kirkpatrick en su libro Mujer, modernismo y vanguardia en España (1898-1931), Madrid, Castalia, 2003, pp.165-210.
[13] Susan Kirpatrick,, op. cit., p. 197
[14] Susan Kirkpatrick realiza un interesante análisis de los personajes de esta novela desde una perspectiva feminista.
[15] Según Mangini, este hecho se debió, en parte, a la traumática ruptura con el que había sido su compañero durante casi veinte años, Ramón Gómez de la Serna, quien en 1929 comienza una relación con Maruja, la hija única de Carmen; algo que sumió a la escritora en una profunda crisis, véase Las modernas de Madrid, cit., p.64. La relación con Gómez de la Serna, casi veinte años más joven que ella, fue otro de los motivos de escándalo en la vida de la escritora.
[16] Citado por Amparo Hurtado, Las escritoras del 98,  en Breve historia feminista de la literatura española, vol. V, cit, p. 148
[17] Véase el libro de Antonina Rodrigo María Lejárraga, una mujer en la sombra, Madrid, Ediciones VOSA, 1994.
[18] Josefina de la Maza, , Vida de mi madre, Concha Espina , citado por Amparo Hurtado, op. cit. P. 149
[19] Véase la introducción de Victoria López-Cordón en su edición de Sofía Casanova, La revolución bolchevista, Madrid, Castalia, 1989; y el estudio de M. Carmen Simón Palmer, Tres escritoras españolas en el extranjero, Cuadernos bibliográficos, 1987, pp. 157-180.
[20] Véase, Mangini, Las modernas de Madrid, cit.,p. 55. También Susan Kirkpatrick, le dedica un capítulo en  Mujer, modernismo y vanguardia en España, cit. pp.29-54
[21] De hecho, según señala Inmaculada de la Fuente, Arenal fue la inspiradora de muchas de las nuevas ideas de las mujeres institucionistas, véase, Mangini, Las modernas de Madrid,cit. p. 71.
[22] Sobre María de Maeztu, véase el libro Españolas del siglo XX promotoras de la cultura, Isabel Gallego y M José Jiménez (eds.), Málaga, CEDMA, 2003, pp.27-61; y Antonina Rodrigo, Mujeres de España, las silenciadas, Barcelona, Plaza y Janés, 1979, pp. 127-138.
[23] Tampoco Carmen de Burgos o Concha Espina frecuentaban el Club, porque eran mujeres divorciadas, véase Mangini, Las modernas de Madrid  cit., pp. 210-211.
[24] Para un panorama de la literatura escrita en catalán por mujeres véase, el tomo VII de Breve historia feminista de la literatura española, en lengua catalana, gallega y vasca, Barcelona, Anthropos, 2000.

[25] A estos nombres, iremos añadiendo otros que sólo en los últimos años se están rescatando del olvido.
[26] Autora, por cierto, de uno de los primeros libros en los que se trató de rastrear los nombres de mujeres escritoras a lo largo de la historia, titulado Las escritoras españolas (1930) reeditado recientemente por la editorial Horas y Horas, Madrid, 2011.
[27] Sin embargo Angel Valbuena Prat en su libro de 1930 Poesía española contemporánea sí cita, junto a las dos antologadas por Diego, a Concha Méndez, aunque lo hace en las cuatro últimas líneas del libro y sin ningún comentario que vaya  más allá de la mención del nombre. Véase Ángel Valbuena Prat, Poesía española contemporánea, Madrid, Compañía Íbero-Americana de Publicaciones, 1930, p. 130.
[28] De las distintas antologías que se han realizado en los últimos años sobre mujeres poetas de esta generación, destacamos la de Luzmaría Jiménez Faro, Poetisas españolas. Tomo II: De 1901 a 1939, Madrid, Torremozas,  1996, que recoge poemas de alguna poeta de la generación inmediatamente anterior, como Blanca de los Ríos, Sofía Casanova; la de Emilio Miró, Antología de poetisas del 27, Madrid, Castalia, 1999, centrada en los nombres más célebres: Concha Méndez, Rosa Chacel, Ernestina de Champourcin, Josefina de la Torre y Carmen Conde; y la de Pepa Merlo, Peces en la tierra. Antología de mujeres poetas en torno al 27, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2010,  que se esfuerza por dar a conocer nombres que jamás habían sido incluidos en antología alguna.  Para completar el panorama de las antologías del 27 y la presencia en ellas de nombres de mujeres poetas, remito a la Introducción de Pepa Merlo a la antología citada.
[29] Uno de los más completos sobre las poéticas, tendencias, influencias y temas es la Tesis doctoral de Inmaculada Plaza Agudo, Imágenes femeninas en la poesía de las escritoras españolas de preguerra (1900-1936), Universidad de Salamanca, 2010.
[30]  Sobre Concha Méndez, véase el capítulo dedicado a ella en el libro Españolas del siglo XX promotoras de la cultura, cit., pp129-176; así como Mangini, Las modernas de Madrid, cit.
[31] En los recuerdos de Carlos Morla Lynh, narrados desde la perspectiva de una sincera amistad y una cotidiana camaradería,  está muy presente la pareja formada por Méndez-Altolaguirre, véase Carlos Morla Lynch, En Madrid con Federico García Lorca, Sevilla, Renacimiento, 2008.
[32] Paloma Ulacia Altolaguirre, Memorias habladas, memorias armadas, Madrid, Mondadori, 1990, p. 22
[33]  Su obra poética la publicó hace unos años la editorial Pretextos de Valencia: Lucía Sánchez Saornil, Poesía, ed, de Rosa María Martín Casamitjana, Valencia, Pre-textos, 1996.
[34] Para leer algún poema de estas autores y conocer alguna referencia biográfica, remito a la antología de Pepa Merlo, Peces en la tierra, cit.
[35]  Citado en Susan Kirkpatrick, Mujer, modernismo y vanguardia en España (1898-1931) cit. p. 266. En este libro Kirkpatrick dedica un capítulo a la figura de Chacel, pp. 59-84.
[36] Para ampliar este debate, véase Kirkpatrick, op. cit., pp. 272-273.
[37] Kirkpatrick, op.cit., pp277-278
[38] Para la evolución literaria de Chacel, véase, Ana Rodriguez Fischer, Hacia una nueva novela: Rosa Chacel, en Breve historia feminista de la literatura española, vol.V, cit., pp. 239-266
[39] Citado por Chantall Maillard, Las mujeres en la filosofía española, en Breve Historia feminista de la literatura española, vol. V, cit., p. 273
[40] A Rodoreda le dedica un capítulo la escritora mexicana Rosario Castellano en su libro ya clásico, Mujer que sabe latín, México, FCE, 2007 (1 ed. 1973), pp. 103 ss.

[41] Carmen Martín Gaite, Usos amorosos de la posguerra española, Barcelona, Anagrama, 1987
[42]  Raquel Conde Peñasola señala que a partir de 1944 se publican gran cantidad de novelas escritas por mujeres, rastrea el nombre de veinticinco autoras que publican un total de cincuenta y tres novelas, véase  La novela femenina de posguerra, (1940-1960). Madrid, Pliegos, 2004, p. 196.  
[43] Para el auge de la novela rosa, véase el capítulo Novela rosa y cultura popular, del libro de Sonia Nuñez Puente, Reescribir la femineidad: la mujer y el discurso cultural en la España contemporánea, Madrid, Pliegos, 2008, pp. 19-61.
[44]  Mª del Mar Mañas Martínes Introducción a Elisabeth Mulder, Alba Grey, Madrid, Castalia, 1992, p. 42-46.

[45] Según Carmen Alborg, Fórmica es una buena representante de la extraña fusión entre feminismo y falangismo, Cinco figura en torno a la novela de posguerra: Galvarriato, Soriano, Formica, Boixadós y Aldecoa, Madrid, Ediciones Libertarias, 1993, pp.117-150.


[46] Raquel Arias Careaga, Escritoras españolas (1939-1975), Madrid, Ediciones del Laberinto, 2005, p.111.
[47] A pesar de ello, Rosario Castellano en el libro citado Mujer que sabe latín, alaba una de sus obras, La enferma, de la que dice que “es una novela magistral”, op. cit., p. 103.
[48] Véase Carmen Alborg, Cinco figuras en torno a la novela de posguerra: Galvarriato, Soriano, Formica, Boixadós y Aldecoa, cit. pp. 76-82
[49] Raquel Arias Careaga, op. cit., p 127.
[50] Para un recorrido biográfico de estas escritoras, véase el libro Mujeres de posguerra de Inmaculada de la Fuente, Barcelona, Planeta, 2004
[51] Luzmaría Jiménez Faro Introducción a Antología de poetisas española, vol.III, p. 5.
[52] Véase el capítulo dedicado a ella en el libro Españolas del siglo XX promotoras de la cultura, cit, pp. 247-283.
[53] Pero, como se sabe, no es así. Su poesía completa fue editada por la Editorial Hiperión de Madrid en 1996.
[54] En libro Españolas del siglo XX promotoras de la cultura está dedicado a ella, pp. 287-311.
[55] Todos estos nombres aparecen en la magnífica antología preparada por Sharon Keefe Ugalde, En voz alta. Las poetas de las generaciones de los 50 y los 70, Madrid, Hiperión, 2007. Luzmaría Jiménez Faro había editado años antes una antología de estas poetas, Poetisas españolas, tomo III:de 1940 a 1975, Madrid, Torremozas. 1988.
[56] Buena cuenta de ello dan las antologías: Ramón Buenaventura, Las diosas blancas, Hiperión Madrid 1985; Ellas tienen la palabra de Noni Benegas y Jesús Munárriz en Hiperión Madrid 1997.  Para la evolución de la poesía femenina de esta época, véase la tesis doctoral de Rosa Mora, Poesía y poética en las escritoras españolas actuales(1970-2005),  Universidad de Granada, 2006.
[57] Para la presencia de nombres de mujer en la literatura española actual,  véase el libro Literatura y mujeres de Laura Freixas, Barcelona, Destino, 2000.


ESTE TEXTO, ESCRITO POR MAR GARCÍA LOZANO, ESTÁ PUBLICADO EN EL LIBRO CIEN AÑOS EN FEMENINO. UNA HISTORIA DE LAS MUJERES EN ESPAÑA, Madrid, AC/E, 2012, y forma parte de un proyecto dirigido por Oliva María Rubio e Isabel Tejeda.